Autor: Valdebebas
Os invitamos a participar en el I Certamen Juvenil de Valdebebas "Relatos cortos" con el objetivo de mostrar el talento y la creatividad de nuestros jóvenes.
Autor: Juan José Torres Crespo
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05/06/2019
Cuando una persona de localidad mediana, que como mucho viajó a la capital de su provincia alicantina y a Valencia, esa gran urbe que capitaneaba toda una región a... Leer más
Cuando una persona de localidad mediana, que como mucho viajó a la capital de su provincia
alicantina y a Valencia, esa gran urbe que capitaneaba toda una región antes del bautizo de las
autonomías, pisa por vez primera Madrid, entra seguro en estado de shock; porque desplazarse a una enorme ciudad donde es fácil perderse, embelesarse por sus grandiosas distancias, acomplejarse en un mundo desconocido y originalmente hostil es lo que suele ocurrirle al primerizo visitante. Adentrarse en ella sin haberla conocido resulta una aventura agridulce, un equilibrio malabar de temores e ilusiones.
Eso mismo fue lo que me ocurrió en 1983, cuando agotadas las prórrogas por estudios, me incorporé al servicio militar. Tras mi estancia en Colmenar Viejo hasta mi jura de bandera como recluta, recalé en el Cuartel General Arteaga, antes calle del General Franco, hoy Avenida de Carabanchel Alto. Nostálgico de mi novia, mi familia y mi Villena natal no tuve más remedio que cambiar mi provinciano canguelo para resetearme, como se dice ahora, a una nueva ciudad y a una disciplina a la que no estaba acostumbrado. De manera que lo primero que hice fue comprarme una buena guía para orientarme.
Los domingos, libre de obligaciones, salía del acuartelamiento con ese magnífico libro, con el callejero y planos de Madrid, editado por el Consorcio de Transportes. Como estaba deseando conocer la urbe, empaparme de sus calles y plazas, familiarizarme con sus ubicaciones exactas, prescindí del metro en esos largos paseos, utilizando el bus como único transporte con destino a una concreta calle de cualquier barrio madrileño. Desde cada lugar de partida de mis rutinas domingueras iniciaba, libro en mano, una larga caminata con la única obligación de regresar al campamento a las diez de la noche.
Conforme pasaban los fines de semana en las hojas del calendario, más barrios recorría a pie, más lugares emblemáticos, más descubrimientos hacía y más cómodo me sentía en esa gran ciudad en la que, poco a poco, me iba integrando. Muchos kilómetros transité y otros muchos descansos necesité, buscando siempre para estos menesteres zonas arboladas y parques entrañables. Como el de Berlín o el del Retiro, mis preferidos en aquellos años. También a la Casa de Campo solía ir de vez en cuando, aprovechando entonces la visita para acercarme al zoo o al Parque de Atracciones para pasar el día.
Años después, buscando buenas vistas y acompañado ya por mi mujer y mis hijas, pasé agradables ratos en el Parque Enrique Tierno Galván o en el Cerro del Tío Pío, construidos después de la mili pero con panorámicas espectaculares. Siempre vuelve uno a los sitios que le gustan y Madrid es uno de los preferidos, por los recuerdos, las caminatas, las añoranzas y los hallazgos de noveles sitios y nuevas amistades. Mis piernas soportaron duros itinerarios con el premio de gratas sorpresas al final de las jornadas, con lluvias, vientos, fríos y calores, pero desvelando las entrañas de la capital de España.
El año pasado volví. Quería conocer los nuevos barrios del norte. Las Tablas, Sanchinarro, Valdebebas… La amplitud de sus sectores y las grúas alzándose al cielo me transmitían la sensación de un bullicio incansable, de un crecimiento imparable, de una ciudad que necesita reciclarse continuamente. Así que necesité reposar mi cuerpo en ese formidable Parque Forestal de Valdebebas, me aposenté bajo una sombra del Mirador del Laberinto y desenvolví el papel de aluminio para engullir el rico bocadillo de calamares. Mientras, recordé aquel año de los ochenta, mi familia, mi novia y el pueblo donde nací.
Y reflexionando también de cómo pasan los años, de las hijas mayores que tengo como el mayor regalo que me ha deparado la vida, de los cambios producidos en mi existencia y de los otoños que me aguardan, espero, todavía. Y ahora, mientras este relato escribo, vuelvo a recordar el placer de cuando estaba reclinado, en deleitosa serenidad, en aquel mirador de madera, divisando el verde parque y las torres de Madrid al fondo, como iconos visuales de la ciudad. Quiero, deseo volver. Quizás cuando las grúas hayan acabado su función y Valdebebas sea ya, por fin, ese modélico, excelso y habitable distrito.
Autor: Manuel Plaza
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15/07/2019
Érase una vez un niño llamado Edelmiro Pérez, este niño vivía en las afueras de un pequeño pueblo chileno. Edelmiro tenía un padre, una madre y un hermano pequeño. ... Leer más
Érase una vez un niño llamado Edelmiro Pérez, este niño vivía en las afueras de un pequeño pueblo chileno. Edelmiro tenía un padre, una madre y un hermano pequeño. Su hermano pequeño, Parrales, padecía una enfermedad rara, la cual ni siquiera los médicos eran capaces de reconocer.
El padre de Parrales trabajaba por el día en una charcutería y por las noches descargaba maletas en el aeropuerto de la capital chilena, Santiago. La madre de Parrales no podía trabajar, ya que su hijo pequeño reclamaba una atención constante. El hermano de Parrales, Edelmiro tenía que estudiar con mucha frecuencia, por esa razón nada más terminar de estudiar se refugiaba en un parque forestal que estaba a quince minutos de su casa caminando. En el parque forestal paseaba, caminaba mientras escuchaba a los pájaros trinar y se sentaba frente a un pequeño lago a meditar, El pobre Edelmiro veía a su madre desbordada y no sabía qué hacer para ayudarla con las labores domésticas y a dedicarle la atención que reclamaba su hermano Parrales.
Afortunadamente, Edelmiro obtenía unos resultados brillantes en la escuela y por la parte académica no necesitaba demasiada ayuda. Día tras día Edelmiro salía de su escuela, iba a su casa a estudiar y hacer sus deberes y después iba a su refugio, el parque forestal. Un buen día decidió aprender a jugar al ajedrez en unas mesas que había instaladas en el parque forestal, ya que era un niño con muchas inquietudes. Al cabo de tres semanas dominaba el ajedrez con un
nivel bastante alto, lo cual le animó a comprar un tablero y las piezas, invirtiendo todo el dinero que tenía ahorrado, lo cual conllevo un gran esfuerzo para él, ya que no era un niño que estuviera acostumbrado a rodearse de grandes lujos porque provenía de una familia de orígenes humildes y de clase trabajadora. Entonces cada día acudía al parque forestal y entrenaba su deporte preferido, el ajedrez.
Lo peor llegó cuando Parrales acudió a su revisión médica semanal, los médicos le dijeron que su estado físico había empeorado, al pobre Parrales le tuvieron que amputar las dos piernas y le tuvieron que poner una prótesis de plástico. Lamentablemente, Parrales a partir de ese momento tenía que ir en silla de ruedas a todos los lugares. Su hermano Edelmiro, cuando se enteró de esta mala noticia, decidió dejar a un lado el ajedrez y cada tarde que salía de su escuela hacía sus tareas lo más rápido posible y se llevaba a su hermano a dar un paseo en silla de ruedas al parque forestal. Esta bonita rutina duró apenas cien días. Un mal día estaban paseando los dos hermanos, Edelmiro y Parrales cuando decidieron sentarse en un banco, que estaba situado frente al lago, ya que a Parrales le encantaba ver como las ranas saltaban de nenúfar en nenúfar, los dos hermanos se dieron la mano y fue en ese instante cuando el pobre Parrales tenía una sonrisa de oreja a oreja y se le cerraron sus brillantes ojos como unas
persianas en una oscura noche. Parrales no volvió a despertar nunca más. En ese instante Edelmiro hizo una reflexión. Mi hermano ha fallecido de la manera más bonita, haciendo lo que más le gustaba. Gracias a haber dejado mis aficiones a un lado pude haber compartido los últimos instantes de vida de mi querido hermano. En estos momentos Parrales están un lugar mejor, se dijo.
Tras una larga conversación familiar, nuestra decisión fue incinerar al pobre Parrales. Esparcimos sus cenizas en su lugar preferido, en el único lugar donde podía olvidar su discapacidad y disfrutar momentos inolvidables con su hermano. Ese lugar fue el banco del parque forestal, frente al transparente y bello lago.
Veinte años más tarde, Edelmiro encontró una bella mujer con la que se casó y tuvo dos bonitos hijos. Sus dos hijos fueron a la escuela y ambos obtenían unos resultados brillantes al igual que su padre cuando era estudiante. Tras finalizar las clases, por la tarde Edelmiro iba con sus dos hijos al mismo banco donde se sentaba con su hermano Parrales. Cuando sus dos hijos crecieron, su padre les contó toda la historia de su hermano y les enseñó e inculcó cuales eran los valores que de verdad eran importantes en la vida.
Autor: Carlos Reyes Fernández López
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08/05/2019
Un nuevo día amanece. Carlos se despierta, absorto por el despertador. Sabe que es pronto por la mañana: los pájaros pían como si fueran auténticos músicos de élite, el tráfico aumentaba liger... Leer más
Autor: Julieta Aguirre Chavarria
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05/07/2019
Doy una patada con rabia, una piedra choca con las paredes, mi siguiente objetivo son las rejas de metal corroído y oxidado. Le golpeo con todas mis fuerzas, pero de nuevo el resultado es inútil,... Leer más
Doy una patada con rabia, una piedra choca con las paredes, mi siguiente objetivo son las rejas de metal corroído y oxidado. Le golpeo con todas mis fuerzas, pero de nuevo el resultado es inútil, mi único logro es que se desprendan unos trozos de techo. En cuanto me siento noto la paja cubierta por trapos, está húmeda. Respiro con dificultad, tengo que resolver el acertijo y tan solo me quedan 20 horas. Me tumbo y empiezo a recapitular los acontecimientos pasados.
Me vuelvo a encontrar en la sala de juicios, donde la banda que me tiene capturado juzga a todo aquel que se atreva a violar sus leyes callejeras. Por supuesto dichos juicios no tienen ningún otro objetivo más allá que la diversión del público y la suya propia, burlándose de acontecimientos similares en la sociedad civilizada, fuera de los muros de Kowloon.
Estaba sentado en una silla de paja y madera que por su estado no tardaría mucho en convertirse en astillas, el resto del juzgado se hallaba sentado en torno a una mesa en condiciones parecidas a las de mi silla. Tras un rato de espera uno de los hombres de la mesa se aclaró la garganta y se levantó encorvado. Una perilla de cabra gris le cubría la barbilla, su frente estaba llena de arrugas, los ojos negros y rasgados entrecerrados. En cuanto abrió la boca sentí un hedor espantoso y vi que los pocos dientes que le quedaban estaban
amarillentos. Empezó a contar con sonidos ásperos y forzados la historia de Kowloon, de cómo había sido conquistada y fundada por una banda de delincuentes hacía más de un siglo, cómo habían construido casas encima de otras hasta llegar a ser rascacielos, convirtiendo la ciudad en casi una prisión. Fue denominada la ciudad amurallada de Kowloon. Acto seguido empezó a
explicar por qué me hallaba yo allí, un agente de los cuarteles del policía enviado para proporcionar información y describió con todo detalle la muerte de mis compañeros. Cuando terminó de hablar diciendo que el resto del juzgado tendría que deliberar sobre mi castigo, se sentó y los murmullos del público invadieron la sala.
El hombre de la barba empezó a hablar con los compañeros sentados a su lado y no mucho tiempo después volvió a levantarse de nuevo apoyándose en la mesa con la cabeza y la espalda ligeramente inclinada hacia un lado.
—Señoras y señores, tras algunos desacuerdos entre nosotros, hemos conseguido llegar a una opción adecuada para todos. Como somos buena gente —sonrió dejando para la contemplación de la audiencia el cuadro que formaban sus dientes—, hemos decidido darle al preso una oportunidad para salvarse, para lo cual tendrá que comunicarnos una certeza, una declaración o
enunciación, como prefieran llamarlo. Pero en el caso de que sea verdadera, morirá con la inyección de aire; en el caso de que sea mentira, le enviaremos a la silla eléctrica, y si se queda callado, le pegaremos un tiro, que siempre es una buena opción. Así, tendremos la oportunidad de mostrarle la gran variedad de torturas letales que tenemos aquí en Kowloon y por si la cantidad de piedad que le estamos demostrando no es suficiente, le dejaremos 24 horas para que piense la respuesta. Si el cerebro no le da para pensar la solución no creo que el hombre
nos culpe a nosotros por su falta de inteligencia.
Concluyó con una carcajada que fue secundada por el resto de la sala.
—Y ahora —dijo dirigiéndose hacia los guardias de la puerta—, conducidle a la celda más segura que tengamos, porque seguro que la idea de escapar se le pasa por la cabeza. Lo único de lo que no se da cuenta es que la cárcel para él no es la celda sino el mismísimo Kowloon.
Otra carcajada recorrió la sala como una ola y cuando dos hombres me cogen de los brazos para llevarme a mi celda, el eco de las risas sigue resonando en mi cabeza. Vuelvo a la realidad en cuestión de segundos.
El techo es de un gris sucio, manchas blancas y desconchados de pintura cubren el color original, en una esquina hay manchas rojas que se parecen sospechosamente a sangre. Me yergo, cerrando los ojos para concentrarme de nuevo, repaso frases, gestos y reacciones, pero no consigo detectar nada que me ayude. Unos golpes contra las rejas me despiertan de mi ensimismamiento, al otro lado hay un hombre, también de rasgos orientales. En la mano sostiene una bandeja oxidada con un vaso de agua, con los bordes agrietados y cubiertos
de una capa gris y verde que me repulsa. Al lado del vaso hay un trozo de pan que recuerda a un pedrusco y probablemente sepa igual.
El hombre tira la bandeja, que rebota ligeramente contra la piedra del suelo. Ignoro el nuevo elemento de la celda e intento concentrarme de nuevo en el acertijo, pero al cerrar los ojos no me encuentro en la sala de juicios. Todo a mi alrededor está oscuro y no veo nada. El chapoteo constante del agua me da la pista de dónde puedo estar. Las paredes y el suelo de roca hacen el resto: estoy en una cueva. ¡No es posible!
Extiendo la mano, una gota de agua helada me cae en la palma, pocos segundos después, otra repite el movimiento de la anterior. La cadencia de las gotas causa un efecto sedante que me va adormilando, cada una hace que mi espalda se encorve un poco más. Doblo las rodillas, poco a poco los párpados se acercan más el uno al otro, con lentitud, casi con miedo a tocarse. Otra vez el ligero chapoteo que produce la gota al aterrizar en mi mano. Relajo la mano que estaba sostenida en el aire y espero el agradable y ahora familiar sonido de el agua. Mis párpados se preparan para cerrarse por completo, pero este no llega. En cambio, la gota se estrella contra el suelo de roca, esto hace que el reconfortante sonido al que me había acostumbrado suene ahora metalizado y excesivamente fuerte. Abro los ojos de golpe, me yergo, tenso el cuello y los
brazos. No me puedo permitir estas distracciones, ¿qué hora será? No hay ningún reloj y deseo volver a mi celda, pero por mucho que lo intento, no consigo regresar. Palpo las paredes buscando la salida, la piedra áspera me raspa las manos, pero las sigo arrastrando, con miedo a separarme de la pared. Todo sigue oscuro, pero ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, puedo distinguir con algo de dificultad las paredes que me rodean. ¿Es esto real?
Encadeno pensamientos con rapidez y llego a la conclusión de que si no hubiera una salida no habría absolutamente nada de luz. Estas reflexiones me aportan algo más de esperanza, sigo avanzando sin dirección.
Establecido ya el camino que voy a tomar, desvío mis pensamientos al enigma. Tras desechar varias ideas, se me ocurre. El jurado no puede saber nada de mi vida familiar, de mis gustos ni de mi personalidad. En el caso de que dijese un dato familiar, no tendrían la manera de probarlo. Me quedo satisfecho con esta idea y continúo andando al tiempo que el eco de mis pasos me persigue.
Vuelvo a cambiar la mano que se arrastra por la pared guiándome, aunque es inútil. Tengo ambas manos llenas de pequeñas heridas sangrantes y ampollas entre los dedos. Sigo sin saber si voy en la dirección correcta, aunque creo que sí. Después de lo que me han parecido horas de camino consigo decidir la respuesta que le voy a dar al jurado; diré que el sabor del pan me desagrada. El jurado no podrá saber si mi afirmación es verdadera o falsa por lo que me
salvaré, al menos eso espero.
Acelero el paso. Sin darme cuenta, la energía que me ha provocado decidir la solución me deshace el nudo en la garganta. Una positividad renovada me convence de que voy a encontrar la salida, hasta que me topo con una pared de roca.
Me muevo de lado a lado, esperando localizar otra apertura por la que pueda pasar, con todavía una llama de esperanza. Pero no hay salida, el corazón vuelve a latirme descontroladamente en el pecho y la angustia de la que me había librado por unos gloriosos instantes regresa.
Después de un largo rato, en el que me he desgarrado las manos ya cubiertas de ampollas moviendo piedras y buscando entradas, la única forma que tengo de salir es resignándome a volver hasta el punto partida. Después de horas caminando, ya he dejado de luchar por salir del trance en el que me encuentro y tan solo llegar a su salida, su solución.
Empiezo andar, apesadumbrado, al tiempo que le doy vueltas al enigma. El choque con la pared me ha hecho darme cuenta de que mi respuesta puede no ser la correcta. La frase podría ser tanto verdadera como falsa, pero tendría que ser una de estas dos, de modo que el jurado tan solo decidiría a cuál mandarme. Sigo avanzando con paso constante, deslizando todavía la mano, ahora teñida de rojo. Cada paso que doy es como un soplo de aire a la tea de fe, que increíblemente persiste en mi pecho.
Tras horas y horas de caminata sin descanso, empiezo a plantearme si los jueces son reales, la celda podría no ser más que un juego de mi mente. También el acertijo, ya no puedo visualizar la sala de juicios ni la cara de los jueces, ni las risas del público. Todo es un juego de mi mente, un truco, una metáfora, a lo mejor lo único que es real es la cueva. Eso sí que es real, lo siento
en las manos desangradas, en las piernas doloridas, en la sed, el hambre, la aspereza de la roca que desgarra mis palmas ferozmente y sin piedad. Nada es real, ni la cueva ni la salida ni el enigma ni yo, ni siquiera yo.
Al cabo de horas andando, empiezo a notar los efectos del tiempo. Han debido de pasar más de 16 horas, entre idas y venidas en los túneles. Las heridas de las manos me escuecen, a cada paso calambrazos me sacuden las piernas, el aire me roza dolorosamente en la garganta anhelante de líquido, y lo único que puedo desear es el pan duro de la celda, al que mi estómago llama a rugidos, irrumpiendo el silencio de la cueva.
Sigo andando hasta que ya no puedo más, arrastrando los pies y despertando un rastro de polvo, hasta que toco un hilillo húmedo de sangre en la pared. Ya he estado allí. Aligero el paso con una motivación que aumenta en cuanto llego a un antro circular, reconozco las paredes entre las que me encontraba hace lo que parece una eternidad. Como si volviese a mi hogar, una calidez me inunda el pecho, casi puedo oír el cantar de los pájaros del único lugar en el que siempre desearía estar, el parque forestal de mi ciudad natal, Valdebebas todo parece que encaja, hasta que recuerdo el acertijo sin solución.
Doy vueltas a la sala buscando posibles respuestas, buscando posibles salidas, sin éxito. En la enésima vuelta una roca se cuela entre mis pies, haciéndome tropezar tan estrepitosamente que cuando caigo parte de la pared se desprende sobre mí. Con un alarido intento levantarme, pero al no conseguirlo, dejo caer la cabeza sobre el suelo sin importarme el golpe que esto me provoca. Sepultado por las rocas, incapaz de levantarme, veo todo borroso, cada vez más.
Aceptando mi final, apoyo la cabeza en el suelo de nuevo y justo cuando me preparo para cerrar los ojos y no volver a abrirlos, una rendija de luz se cuela entre las rocas de la pared desprendida. El hilo de luz me atraviesa como una inyección provocando un cosquilleo de adrenalina en mi cuerpo. Abriéndome camino llego a la pared y levanto con mis manos sangrantes la roca, que es más ligera de lo que esperaba. La cueva que tanto tiempo había estado sumida en la oscuridad se ilumina por fin. Doy un paso hacia la salida.
El ruido de unos golpes contra el metal de los barrotes me saca del trance, los dos hombres que me habían llevado a la celda me cogen de los brazos bruscamente y me arrastran fuera, sin dejar que antes dé un sorbo al agua, que tan apetecible me resulta ahora. Al llegar a la sala de juicios donde me sueltan en una silla, espero. Me miro las manos, están sanas, sin heridas ni ampollas.
Los hombres que rodeaban la mesa hacía 24 horas entran en la sala, con el aplauso del público como si de una obra de teatro se tratase. Todos se sientan en torno la mesa. Me siento intimidado por la cercanía de mi silla. Arrastro imperceptiblemente la silla hacia atrás, buscando alejarme de la sonrisa del juez, que empieza a hablar. Repite por qué me hallo allí, recuerda al público que debo decir una frase, una declaración que, en el caso de que sea cierta, moriré con la inyección de aire y, en el caso de que sea falsa, me llevarán a la silla eléctrica.
Cuando termina, me mira amenazadoramente y yo inconscientemente alejo la silla de él. Este se ríe entre dientes antes de volver a hablar, con la única diferencia de que ahora su mirada se posa en mí.
—Y bien, tras 24 horas de reflexión, ¿ha podido usted resolver el acertijo?
—sin dejarme responder continúa hablando— Sinceramente, lo dudo. Pero, como sabe, somos gente honrada: si dicha declaración es la respuesta correcta, dé por supuesto que le dejaremos libre. Y ahora, adelante, denos su respuesta.
Llegado el momento que tanto había temido en las horas pasadas, no siento ni
angustia ni miedo, ya que la caída del túnel me ha dado la respuesta. Me levanto.
—Iré a la silla eléctrica
Autor: Clara Carrasco Iglesias
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10/06/2019
Había una vez una niña que se llamaba Sofía. Sus padres no la dejaban salir a la calle porque no sabían que Valdebebas era un lugar seguro. Un día, mientras sus padres dormían, Sofía sacó s... Leer más
Había una vez una niña que se llamaba Sofía. Sus padres no la dejaban salir a la calle porque no sabían que Valdebebas era un lugar seguro. Un día, mientras sus padres dormían, Sofía sacó su ordenador y buscó: parques de Valdebebas. Encontró un parque precioso y como estaba cerca de su casa planeó que cada noche iba a hacer una cosa distinta con sus amigas en ese parque. Formaría un club con sus amigas que se llamaría las superestrellas y visitarían el parque de Valdebebas cada noche. La primera vez tuvieron que andar un montonazo pero era el sueño de Sofía y tenía que esforzarse mucho. La noche paso muy rápida y se hizo de día, había que darse prisa porque en Valdebebas todo se hace con prisa. Sus padres se levantaron y sospecharon porque Sofía no estaba en la cocina desayunando como cada día. Subieron a su habitación y allí se encontraron a Sofía y a sus amigas. Una de sus amigas le dijo a sus padres: No os quejéis, ella no ha ido a ningún sitio…
El día siguiente los padres salieron de viaje y Sofía volvió a repetir su aventura. Y así cada noche. En el cole sospechaban porque Sofía siempre tenía sueño por las mañanas, así que el Director llamó a sus padres. Esa noche, los papas de Sofía la esperaron en la oscuridad. Cuando Sofia iba a salir por la puerta para ir al parque como cada noche, encendieron la luz y la pillaron. Le explicaron que era muy peligro y que nunca mas volviera a escaparse de casa.
Sofía lo comprendió y se fue de viaje con sus padres a muchos sitios y fueron felices. A veces iban también al parque. Pero siempre de día.
Autor: Valeria Borras Vega
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24/06/2019
Había una vez una niña que se llamaba Ana. Era una niña que vivía en un piso muy bonito pero tuvo que mudarse a un chalet porque el piso lo tuvieron alquilado por cinco años y el contrato se h... Leer más
Había una vez una niña que se llamaba Ana. Era una niña que vivía en un piso muy bonito pero tuvo que mudarse a un chalet porque el piso lo tuvieron alquilado por cinco años y el contrato se había terminado. Ana estaba muy triste pues allí habían crecido, pero sus padres le dijeron que la casa nueva era muy chula y que seguro le encantaría.
Fue muy emocionante para Ana conocer la casa nueva y descubrir que estaba rodeada de mucha naturaleza y magia. De la emoción aquella noche Ana no podía dormir y decidió levantarse a explorar. Bajó las escalaras y salió al jardín y fue ahí donde vio brillar algo. Se acercó curiosa y detrás de la puerta un parque maravilloso descubrió. Se puso a jugar un poco hasta que le dio sueño y decidió volver a la cama. Al día siguiente se despertó y fue a buscar la puerta secreta pero no la encontró por ningún lado.
Por la noche volvió a intentarlo y ahí estaba la puerta secreta que daba a un parque repleto de juegos!!!. Una vez más jugó hasta que se cansó y se fue a la cama. Y así las noches que no podía dormir se iba al parque secreto a jugar. Y así cada día.
Colorin colorado este cuentos se ha acabado
Autor: Javier Prieto Gómez
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21/05/2019
Esta es la historia de dos lagartijas. Sí, has oído bien. Dos lagartijas. Llamémoslas Tijo y Tija. Ambas tenían cinco años, que viene a ser la flor de la vida de estas criaturas. No te voy a m... Leer más
Esta es la historia de dos lagartijas. Sí, has oído bien. Dos lagartijas. Llamémoslas Tijo y Tija. Ambas tenían cinco años, que viene a ser la flor de la vida de estas criaturas. No te voy a mentir, Tijo y Tija pasaban los días como la inmensa mayoría de lagartijas que, al igual que ellas, poblaban el parque forestal de Valdebebas, al norte de Madrid; mataban las horas intentado pillar un poco de moreno al sol y sorprendiendo a algún grillo demasiado afanado en el ligoteo como para percatarse de la presencia de nuestras amigas.
Sólo había una cosa que diferenciaba a nuestras amigas del resto de saurópsidos del parque: Tijo y Tija hablaban un español bastante depurado. Un día un matrimonio de Cádiz se sentó a comerse unas pipas al solecito en un banco a metro y medio de nuestras amigas, que a base de escuchar pacientemente, aprendieron nuestro idioma. Desarrollaron un bonito acento Gaditano, obviamente, y sus conversaciones eran un poco limitadas porque sólo sabían las frases que aquel día aprendieron, pero oye, menos da una piedra.
Un día Tijo y Tija estaban al solecito teniendo sus conversaciones de siempre...
-“Es que me da corahe que el banco nos cobre esa comisión, Quinito”-dijo Tijo
-“No tires las cáscaras ar suelo, quillo, que esta gente es mu siesa”, respondía Tija inconexamente en el mismo momento en el que Guille, un chico de 13 años, cazaba por sorpresa a esta última para su proyecto de ciencias.
-“Papá, papá, he cazado una lagartija que habla!!!” –gritaba Guille.
-“Se me han quedao los labios tontos de tanta sal” –respondió Tija
Tija desapareció de repente, y Tijo se quedó compuesto y sin Tija. La llamaba incesantemente, con la esperanza de que ésta apareciera detrás de alguna roca:
-“No ni ná!!....no ni ná!!!...no ni naaaaaaaá!!!!!”
Pero Tija no apareció. A la mañana siguiente, diez minutos antes de que abrieran las puertas del parque, Tijo estaba plantado allí, como el perro que espera a que su dueño vuelva del trabajo. Pero Tija no volvía. Y así pasaron dos días. Y así pasaron tres. Tijo estaba inquieto, parecía que hubiera comido colas de lagartija, era incapaz de hacer otra cosa que no fuera buscar a Tija. Al cuarto día, Tijo reconoció a lo lejos a Guille y su padre, que portaba en sus manos una caja de zapatos.
-“No ni naaaaaaaaá!!!!” –gritó Tijo, que salió corriendo detrás de padre e hijo,
guardando siempre una distancia prudencial.
Después de andar un buen trecho, padre e hijo se detuvieron en una zona resguardada, lejos del camino del parque y cerca de la charca donde Tijo y Tija antaño solían beber juntos.
-“Qué te parece este sitio, Guille? Yo creo que le gustará a Laparpija”
-“Lagarpija no, quillo!!!! No ni ná!!! No ni naaaá!!!” -Gritó Tijo-provocando que padre e hijo se giraran en su dirección extrañados.
-“Este sitio es genial, papá, seguro que Lagarpija encuentra aquí todo lo que necesita”-respondió Guille.
El padre sacó una pala de una bolsa de plástico y cavó un hoyo en el que depositó el cuerpo inerte de Tija. Tijo no entendía mucho de lo que estaba pasando, pero una vez que se fueron padre e hijo, estuvo esperando a que Tija saliera de algún sitio, pero eso no ocurrió.
Desde entonces. Tijo se mudó a esa parte del parque y, como está rodeada de bancos y no está muy lejos de la zona infantil, le permite a Tijo seguir perfeccionando el dominio del idioma. Luego, cuando se pone el sol, va a la zona donde está Tija y le cuenta todo lo que ha acontecido durante el día:
-“Cómete el bocata, Cayetana!!, que luego te entra hambre a las siete y esas
no son horas de cenar”. “Quítate del tobogán rápido, Cosme, que vienen otros
niños y te dan”
Por ello, la próxima vez que estés por esa zona del parque, lee un cuento. Quién sabe si Tijo estará por allí. Y como esté cerca, seguro que se queda con la copla y luego se lo recita a …No ni ná.
Autor: Raquel Zimmer
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11/07/2019
¡Qué bien me sienta el verde! Con este uniforme creo ser alguien importante, y la cara de mi madre cuando me ve entrar en la cocina no la olvidaré nunca, se puede leer l... Leer más
¡Qué bien me sienta el verde! Con este uniforme creo ser alguien importante, y la cara de mi madre cuando me ve entrar en la cocina no la olvidaré nunca, se puede leer la palabra Orgullo en cada una de sus arrugas. Me ha preparado el desayuno con más amor, si cabe, que en anteriores ocasiones; un zumo de naranja, un café y pan tostado con aceite. Lo mismo de todos los días, vamos, pero hoy me ha sentando mucho mejor. Al terminar, limpio con la servilleta un
hilo de aceite arbequina que busca cobijo en mi barbilla.
Lo primero que hace el sargento, tras estrechar mi mano, es presentarme a mi compañero; los guardias siempre vamos en pareja, como las urracas. Es un hombre de pelo huido, barriga hiperbólica y brazos hirsutos. Un veterano que, sin duda, me ayudará a esconderme tras sus decisiones hasta que llegue el momento en que otro bisoño se esconda tras las mías. Nuestra primera misión es vigilar el parque forestal, situado no muy lejos de la población. Parece que
por allí merodea un lobo; una niña dice que si lo que vio no lo era entonces debía ser un perro enorme, gigantesco. Podría ser el responsable de la muerte de dos ovejas del dueño de la bodega, aparecieron devoradas hace una semana.
Al poco de adentrarnos en aquel bosque divisamos a un cazador solitario, que por allí deambula en busca de algún jabalí, la veda se había levantado ya. En el ejercicio de nuestras funciones procedemos a solicitar su licencia de armas, y comprobamos con cierta sorpresa que está caducada, por solo dos días. Así se lo hacemos saber y trata de convencernos de que un retraso tan corto no tiene importancia, con la clara intención de que hagamos la vista gorda. Le exhortamos a abandonar la actividad, a que regrese a su casa, y le comunicamos que, por esta vez (y también por ser el cazador un conocido de la familia de mi compañero), vamos a obviar la sanción. Su cara es de resignación —frunce el ceño— y pone rumbo a la aldea tras despedirse con un lento y cansino alzamiento de su mano derecha.
Seguimos nuestra ronda por los angostos caminos de aquel lugar, custodiados por robles, encinas y pinos piñoneros. Se escucha el aletear de criaturas invisibles y los rayos del sol se filtran en hileras plateadas a través de las hojas de los árboles. Siento una pequeña decepción por la absolución del cazador, hubiese querido estrenarme con alguna multa, aunque fuese de
pequeño montante, que justificase nuestro jornal. Suena el teléfono de mi compañero. Su cara es de sorpresa y abre mucho los ojos, que parece van a salirse de un momento a otro de las cuencas que los protegen para caer a sus pies. Espero con curiosidad a que termine la conversación, para mí a una banda. Cuando cuelga me cuenta que han abatido al lobo, pero que hay dos hechos difíciles de explicar: en su interior han descubierto los cadáveres de una mujer y de su nieta y, lo más sorprendente, que el lobo llevaba puesto el camisón de la anciana.
Autor: Pedro Gutiérrez
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06/06/2019
No me lo podía creer. Ya me había quedado sin voz cuándo me dí por vencida y empecé a asumir la gravedad de lo sucedido aquella insólita fría y ventosa tarde de juni... Leer más
No me lo podía creer. Ya me había quedado sin voz cuándo me dí por vencida y empecé a asumir la gravedad de lo sucedido aquella insólita fría y ventosa tarde de junio, antes de calmarme.
Era la primera vez que salíamos los dos solos, sin sus padres ni su tío, por el Parque Forestal de Valdebebas. “Como mucho en una hora y media lo tenéis de vuelta en casa para el baño”, les dije, confiando en mi responsabilidad y mi buen hacer de tía. Quién iba a pensar que, a la media hora de cruzar las puertas del acceso noreste del inmenso recinto, estaba pensando en llamar a
la policía, a los GEO y hasta al ejército con tal de que lo encontraran.
Iba a ser un paseo tranquilo, rutinario, hasta protocolario, porque ya se había convertido en tradición la ruta en bici con los tíos cada sábado por la tarde con la llegada del buen tiempo y el horario de verano del parque. Maldita la hora en la que los otros tres participantes se cayeron del plan.
Empecé genial. Hasta me hacía caso de las obligadas indicaciones camufladas con tono infantil que le daba. “De momento despacito, que por aquí los coches (más bien los conductores) van como locos”. Asintiendo con su cabecita protegida por un casco de un par de tallas por encima de la ideal, me conseguía sacar la primera sonrisa verdadera del día. El desplazamiento era corto, no llegaba al medio kilómetro, pero toda precaución era poca. Pasamos por delante de varias obras que tanto le llaman la atención, pero no nos íbamos a detener como las veces que vamos caminando. Su pequeño timbre, regalo de su último cumpleaños, no paraba de sonar al ritmo que marcaban sus ruedines. ”Venga que ya casi estamos” le animaba para subir la última cuesta, aunque no le hiciera falta.
No tenía en mente que camino seguir. Simplemente me dejaba llevar. Al principio pensé en ir al Bosque de los Ciudadanos, a ver si era capaz de reconocer el árbol que plantamos cuando nos enteramos de que íbamos a tener un sobrino, pero con mi desastrosa memoria, lo di por imposible. Después se me ocurrió llegar hasta los toboganes que tanto le gustan, situados justo en la otra punta, pero al ritmo que llevábamos íbamos a llegar al baño…pero al del día siguiente. Descartadas las dos opciones, la mejor alternativa siempre es ir cuesta abajo y disfrutar del paisaje y la naturaleza.
Dejamos a la derecha el parque para perros, tan infrautilizado por los dueños de los canes. Nos cruzamos con una de sus mejores amigas del colegio Alfredo Di Estéfano, que iba junto con su madre, también en bicicleta, en dirección contraria, terminando su excursión, buscando la salida que a nosotros nos sirvió de entrada. Vimos de lejos como el sol reflejaba en el estanque. Casi
en el horizonte, se vislumbraba el atardecer entre las cuatro torres de la Castellana, más las grúas de los cimientos de la quinta. Y entonces, la llamada.
No tuve que hacer ningún esfuerzo en detener la bici, ya que con la velocidad que llevábamos casi voy más veloz cuando salgo a correr. En la pantalla del móvil, nueve números que indicaban que la persona que me estaba llamando, a priori no era conocida. “Si, dígame” la coletilla que siempre uso al descolgar. Pero al otro lado, silencio. “¿Hola? ¿me oyen?”. La misma respuesta. “No oigo nada, voy a colgar”. Siendo amable con la nada. Colgué. Y al momento, recordé que estábamos esperando un paquete, así que supuse que sería algún
repartidor cabreado y perdido buscando la dirección correcta, obligado a trabajar un sábado por la tarde por mi culpa. Devolví la llamada convencida de ello, pero con la misma suerte. No creo que perdiese más de dos minutos desde que frenase en seco hasta que me guardé el teléfono de nuevo en uno de los muchos bolsillos con cremallera de la mochila. Giré mi cuerpo todo lo
que me dejaba el aparatoso macuto, y detrás de mi había una bicicleta pequeña, con ruedines y timbre. Pero sin nadie montado. “No puede ser” me dije a mi misma como unas diez veces, antes de ponerme a gritar como loca su nombre. Al igual que cuando sonó el teléfono, nadie contestaba a mis chillidos. Daba vueltas sobre mi misma, girando la cabeza a derecha e izquierda, sin creerme lo que estaba viendo, o más bien, lo que no estaba viendo. “Vale, cálmate.” No funcionó para que mi corazón dejase de latir tan preocupantemente rápido, ni para dejar de sudar como si estuviéramos en pleno agosto con cuarenta grados a la sombra, pero si sirvió para tener un segundo de lucidez, tras escuchar claramente el croar de alguna rana. “El
estanque”.
La madre que lo parió. Ahí estaba. Tan feliz como siempre. Como si no hubiera pasado nada, ajeno a cualquier preocupación. Sentado en el suelo, con los pies llenos de barro y mirando a los patos y gansos del pequeño lago, tirándoles las migajas de las galletas que se debería estar comiendo para merendar. De imaginarme ser portada en todos los periódicos, a ser la anécdota familiar de todas las nochebuenas. Pero yo no estoy para regañarle. Ahora ya tengo una respuesta al menos divertida para cuando me vuelvan a preguntar por qué sigo sin tener hijos. Y el próximo sábado juro no llevarme el móvil.
Autor: Lucía Feduchy Morales
85
17/06/2019
Cuando éramos pequeños, Marcos y yo íbamos a la misma guardería. Desde que nos conocimos éramos inseparables. Recuerdo que nos gustaba tumbarnos sobre la hierba del parque de nue... Leer más
Cuando éramos pequeños, Marcos y yo íbamos a la misma guardería. Desde que nos
conocimos éramos inseparables. Recuerdo que nos gustaba tumbarnos sobre la hierba del
parque de nuestro barrio; y jugábamos a imaginar cómo sería nuestro futuro. Fuimos creciendo;
y junto a nosotros, también creció nuestra amistad. Compartíamos sueños, esperanzas y
preocupaciones, creíamos que nada podría separarnos … Pero no fue así.
Un día, cuando éramos dos adolescentes despreocupados, llegaron a la ciudad unos
hombres con uniformes azules. Yo estaba en mi casa y contemplé con horror, a través de la
ventana, cómo se llevaban a algunos niños. Fui examinando las caras de todos los niños con
interés, conocía a algunos de ellos; pero cuando le vi a él… mi corazón dio un vuelco y comencé
a llorar. Dos hombres, arrastraban a Marcos con crueldad. Él pataleaba y se retorcía. Mientras
intentaba liberarse me vio, vio mis lágrimas y por un momento paró de moverse y me dirigió
una mirada en la que se leía “volveré”.
Ahora, han pasado cinco años desde que se fue. El mundo para mí ya no ha vuelto a ser
lo mismo. He perdido el interés por muchas cosas; y ya no soy la chica alegre que era antes.
¿Cómo me va a interesar algo si tengo una herida abierta en el corazón que no me deja vivir?
Aquel día, perdí a la persona más importante de mi vida, perdí a alguien con el que había
compartido todos mis días y perdí al chico al que admito que llegué a amar. A veces, en los días
más grises le escribo cartas, muchas de ellas bañadas en lágrimas. En ellas, le cuento mis
problemas y mis logros como en los viejos tiempos… Son palabras que me hacen sentir mejor,
pero que Marcos nunca leerá…
Una mañana gris como cualquier otra, me levanto lentamente y voy a desayunar
cabizbaja, inmersa en mis pensamientos. Cojo el móvil y veo que tengo mensajes de un número
desconocido. Los miro con cierta curiosidad, leo: “Soy Marcos, tranquila estoy bien. Siento no
haberme comunicado antes, no he podido conseguir un móvil hasta ahora. Te necesito. Estoy
recluido en una especie de cárcel, pero he conseguido una forma de escapar. Solo te necesito a
ti para llevarlo a cabo. Si decides ayudarme, dímelo y un coche irá a recogerte y te traerá aquí.
Un abrazo, Marcos.” Me apoyo en la pared porque me siento muy mareada y como si estuviera
en un sueño. Empiezo a llorar, pero por primera vez en cinco años, mis lágrimas son de alegría.
Sin pensar siquiera lo que hago le respondo que le ayudaré. Supongo que terminarán de darme
la información que necesito por el camino.
Paso el día, muy inquieta; y por la tarde llega una limusina negra a recogerme. Cojo una
pequeña mochila con lo necesario y subo temerosa al coche. En el asiento del conductor, hay
un muchacho con pecas más o menos de mi edad.
-Vale, tú no te preocupes, voy a explicarte exactamente lo que debes hacer. Con suerte, tu amigo habrá escapado mañana al anochecer. -
Asiento, el chico parece seguro de lo que hace.
-Bien, Marcos está encerrado en una “cárcel” para genios. Quieren utilizarle para que invente
nuevas armas que puedan usar en la guerra. Poco a poco, él ha conseguido inventar un aparato
que le va a permitir salir de allí. Le faltan algunas piezas. Tu misión es conseguirlas y llevárselas.-
Le miro con incredulidad.
-Pero ¿Cómo? -
Él sonríe y dice:
-Ya habíamos pensado en eso, te harás pasar por una enfermera de prácticas. Debes conseguir
las piezas de los laboratorios y dárselas disimuladamente. Sólo tú puedes hacerlo, porque nadie
sospechará de ti y podrás entrar en el laboratorio. -
Se da la vuelta y me tiende un papel arrugado, pone “piezas” en grande. Debajo tiene
ilustraciones de las piezas que debo encontrar.
-Entra allí y diles que eres Molly y que vas a hacer unas prácticas. Te dejarán pasar sin problemas.
Bajo del coche temblorosa. Cruzo la verja que rodea este imponente edificio gris. Hago
lo que el chico me ha dicho y me dejan pasar. Me visto con el uniforme de enfermera que me
han dado y voy directa al laboratorio. Localizo las piezas rápido y me las guardo con disimulo. Al
salir, me topo con un soldado vestido con ese uniforme que me trae tan malos recuerdos. Me
mira indiferente y sigue su camino. Voy hacia la celda 301, allí tiene que estar Marcos. Llego y
miro en su interior con cautela. Veo un bulto en una esquina.
- ¿Marcos? –
Digo intentando que mi voz no tiemble. El bulto se mueve lentamente y se acerca a mí. Bajo la
leve luz de una bombilla, contemplo su pelo castaño, sus ojos verdes y su sonrisa traviesa; es
Marcos sin duda. Me cuesta mantenerme de pie y me apoyo levemente en la celda.
-Hola Sara- Dice con lágrimas en los ojos. Yo lucho por no llorar; y en silencio le paso las piezas.
-Nos veremos fuera, pero ahora es peligroso que te quedes aquí. Vete Sara, corre. No te
preocupes, vuelve a casa. Mañana estaré allí-.
Me separo con pena de Marcos. Oigo unos pasos apresurados en otro pasillo. Salgo por una
puerta trasera; y veo el coche en el que he venido. Subo y nos alejamos con rapidez del lugar.
Lloro como nunca he llorado durante el viaje de vuelta. Al llegar a casa me tiendo sobre la cama,
aunque sé que no voy a dormir. Cuando el sol está empezando a salir, me sobresaltan unos
golpes en la ventana. Asomo la cabeza y diviso su pelo oscuro. Abro la puerta y corro descalza
hacia el parque. Cuando llego hasta él, nos unimos en un abrazo que para el tiempo por unos
instantes. Sólo noto el viento en la cara, la hierba acariciando mis pies y su voz susurrando “Te
he echado de menos”
Autor: Sonia Fraile Alonso
4
10/06/2019
Eran otros tiempos, no sé si peores o mejores, pero son parte de mi experiencia. Eran tiempos de horarios ajustados, de comidas rápidas, de clases, de prácticas clínicas, de medios de transport... Leer más
Eran otros tiempos, no sé si peores o mejores, pero son parte de mi experiencia. Eran tiempos de horarios ajustados, de comidas rápidas, de clases, de prácticas clínicas, de medios de transporte…pero todas las dificultades eran superadas por el ansia de aprender y de cuidar. Me resultaba un verdadero placer estudiar enfermería en Madrid. En aquel entonces, no todos tenían la gran oportunidad ni la suerte de poder estudiar y labrarse un futuro profesional, yo tenía una suerte excepcional porque muchas amigas se habían quedado en el pueblo para ayudar en los ” que haceres domésticos”: lavar, planchar, hacer la comida y coser. Con fortuna podías hacer un curso de corte y confección o aprender a bordar y rezar para que no te llevaran a trabajar a la dura faena del campo.
Yo era una privilegiada en aquella difícil época. De mis estudios recuerdo con cariño a una joven profesora, ella me enseño mucho de lo que ahora se y soy, fue un referente importantísimo para mí. La admiré no solo por su calidad de docente con amplios conocimientos, sino de cómo transformaba lo difícil en fácil, el absoluto respeto por el enfermo y su transmisión de enseñanza. Esa total entrega por su profesión, y que años más tarde tratara en mi consulta de enfermería el mismo compromiso y la misma entrega a cada uno de mis pacientes que ella me inculcó. Sin duda dejó en mí una gran huella, en mi corazón siempre tendría un hueco aquella profesora.
Y casualidades de la vida, que quiso que volviéramos a coincidir, de volver a tener la dicha de vernos después de tanto tiempo. Un día coincidí en mi consulta con una sobrina de mi querida profesora, me interesé por ella, me informó que dentro de lo que cabía que estaba bien, con algún achaque típico de la edad, pero sin importancia y que ahora vivía en la residencia de ancianos que está cerca del parque de Valdebebas. Sin dudarlo llamé por teléfono al citado lugar y pude hablar con ella . Estaba contenta de hablar conmigo y a pesar de su avanzada edad aún me recordaba a la perfección. Quedamos en reunirnos el domingo, iríamos juntas a comer y después daríamos un paseo, así tendríamos tiempo suficiente para charlar y ponernos al día. Ella aceptó encantada.Y así fue, me levante temprano, con tiempo suficiente y después de ducharme y desayunar a comprarle un bonito ramo de flores, para así llevarle un detalle. Con las flores en la mano, fui un poco nerviosa aunque muy feliz a la residencia que ahora es su casa, y allí estaba ella, preparada, esperándome en la recepción tan puntual como siempre…
El reencuentro fue muy emotivo, nos fundimos las dos en un gran abrazo, a ambas nos brotaban las lágrimas en los ojos, pero de alegría, era normal al fin y al cabo eran muchos años sin vernos y muchas horas compartidas en su día.
Nos fuimos a comer a un restaurante cercano y por la tarde decidimos ir de paseo al parque de Valdebebas, a continuar caminando no para bajar el colesterol de la comida, si no para continuar con la animada conversación, el reflexionar sobre el desarrollo profesional y compartir tantos años de vida en un entorno inigualable. Que suerte tienen los niños que los llevan a esta zona del noreste de Madrid, encantados estarán los de Hortaleza. Es un parque con encanto, a mi particularmente me parece precioso en primavera. Dos enfermeras, profesora y alumna, protagonizaban un reencuentro treinta años después, es sorprendente ver el poder y las vueltas que da la vida...mucho más que poner tiritas, curar, diagnosticar, valorar, planificar, administrar medicaciones, de no olvidarnos de registrar y…¡mucho más! El compartir dos vidas en tan poco tiempo, en un reencuentro, porque cuando eres enfermera sabes que cada día cambiarás una vida o una vida cambiará la tuya y me acordé de una frase que solía decir mi profesora en clase: “ No te diré que será fácil, pero te diré que valdrá la pena” .Así fue, ha valido la pena disfrutar de este maravilloso día con mi antigua profesora en un lugar idílico. Como diría Florence Nightingale, le debo mi éxito a esto: nunca di ni acepté una excusa.
La dejé ya bien entrada la tarde en su residencia y quedamos en volver a vernos próximamente y a pasear por Valdebebas, y os diré… que ….finalmente somos lo que dejamos en el corazón de las personas.
Susa.
Autor: Mayi Serrano
28
18/06/2019
Había una vez un parque mágico, cada vez que el parque quería funcionar los columpios se movían sólos. Cuando los niños tenían sed bebían de una cascada mágica que les daban poderes. Su gu... Leer más
Había una vez un parque mágico, cada vez que el parque quería funcionar los columpios se movían sólos. Cuando los niños tenían sed bebían de una cascada mágica que les daban poderes. Su guarida era una casa en el árbol. Cuando alguien estaba al peligro iban al rescate. Un día tuvieron que ir a Nueva York y tenían que desatar una cuerda para entrar. Había un diablo morado y entre todos lo mataron y siguieron adelante. Pasaron por laberintos, adivinanzas…y entonces ataron a los malos con las cuerdas de antes y los malos ya nunca volvieron a ser malos.
Autor: Mario Fernández Fraile
91
10/06/2019
Pasear, correr, por el parque forestal, es una buena práctica para el cuerpo así como inspirador para la mente. Todo dependerá de la estación del año en la que lo visitemos, del tiempo disponi... Leer más
Pasear, correr, por el parque forestal, es una buena práctica para el cuerpo así como inspirador para la mente. Todo dependerá de la estación del año en la que lo visitemos, del tiempo disponible, de la preparación física de cada uno; pero a la salida del parque, habrá experiencias, sentimientos y pensamientos muy dispares, en este caso os voy a contar mi experiencia personal…
Era una noche de sábado, y fui junto a mis tres mejores amigos de acampada al parque de Valdebebas. Todo iba sucediendo según lo previsto, armamos las tiendas de campaña y encendimos un fuego de pequeño tamaño. Comprobamos el estado de las baterías de las linternas y de los móviles y todo era correcto. Deberíamos cuidar los detalles de todo, porque íbamos a pasar el fin de semana allí. Cerca teníamos el río, con un pequeño puente de travesaños de madera, y decidimos instalarnos cerca de la entrada al parque, porque con lo amplia que es la zona, era mejor tenerlo todo controlado y tener la salida a mano para evitarnos sorpresas e imprevistos.
Era tarde, y después de montar las dos tiendas, nos repartimos de dos en dos, es decir, por parejas para compartirlas. Cenamos unas latas que llevábamos de mejillones y unos sandwichs fríos de jamón y queso que preparamos sobre la marcha. De postre tomamos un delicioso postre que nos había preparado la madre de un compañero, leche frita, que estaba muy rica y después de estar cantando y tocar la guitarra, nos pusimos a contar historias de miedo, a lo tonto, sin saber lo que poco después viviríamos y quedaría en nuestro subconsciente para siempre. De pronto, una luz incandescente y un ruido extraño nos despertaron de repente. Las baterías de los teléfonos y de las linternas habían dejado de funcionar, comenzamos a estar muy asustados y decidimos juntarnos los cuatro en una sola tienda de campaña, pero…el problema es que nadie se atrevía a salir de la suya. Nadie daba el primer paso para salir… Entonces decidimos salir los cuatro a la vez, y de pronto, todo había cambiado delante de nuestros ojos. ¡No dábamos crédito a lo sucedido! El río había desaparecido, ya no estaba allí, y todas las especies de los árboles habían cambiado, eran otros con mal aspecto, la verde hierba se había transformado en tierra y piedras, todo era árido y triste, sin rastro del característico pulmón verde lleno de vida. El arboreto se había esfumado, ahora se había convertido en un auténtico laberinto…y la salida ….también había desaparecido. La desesperación se apoderó de los cuatro amigos. La comida no aparecía y el agua potable igual…¡ Estábamos perdidos y sin víveres! ¿Cómo lograríamos salir de aquella situación? Menuda historia…peor que las anteriores de miedo que contamos….Teníamos que sobrevivir como náufragos en una isla desierta, quizás durante días, semanas o incluso meses. Por la noche era imposible conciliar el sueño. De pronto una voz se escuchó en medio de la noche.
¿Quién está ahí? preguntamos enérgicamente, -el guardián del parque, respondió secamente…y le preguntamos qué estaba sucediendo y como podíamos volver a la realidad. Nos respondió que nunca podríamos abandonar aquel paraje, que era un castigo porque los hombres se portaban mal y no respetaban el medio ambiente y no cuidaban a la madre naturaleza, porque provocábamos incendios, talábamos árboles, derrochábamos innecesariamente el agua y contaminábamos mucho. Y….se marchó misteriosamente…
¡ No sabíamos qué hacer! ¿ Cómo íbamos a estar allí toda la eternidad? .
La angustia y la desesperación se apoderaron de nosotros, los nervios eran los dueños de nuestro cerebro…Yo empecé a sudar, mucho, tanto que hasta el punto de que me goteaban las manos y hacía charco en el suelo, comencé a marearme, a moverme rápidamente, no podía parar, la angustia se había apoderado de mi…y me caí. Hasta que…de pronto, escuché una voz que me decía ¡ tranquilo, tranquilo, cariño! Sorprendido escuché atentamente y era la dulce voz de mi madre que me estaba diciendo que volviera a subir a la cama…pero yo...¡Aún no me atrevía…!
Autor: Rubén de Vicente Ferrero
44
10/06/2019
Los seres humanos somos inquilinos de un gran planeta llamado Tierra. Un planeta que nos permite usar sus recursos, sus paisajes, sus animales, un planeta en el que los seres humanos llevamos vivie... Leer más
Los seres humanos somos inquilinos de un gran planeta llamado Tierra. Un planeta que nos permite usar sus recursos, sus paisajes, sus animales, un planeta en el que los seres humanos llevamos viviendo desde hace millones de años, aunque yo solo llevo once.
Este planeta nos proporciona el agua, los alimentos y el aire que necesitamos para poder vivir y las materias primas para poder fabricar y construir todo lo que hoy usamos. Un planeta que de vez en cuando nos recuerda que quien manda es él y nos enseña su fuerza con las tormentas, volcanes, huracanes, terremotos, etc. pero el ser humano cada vez se está apoderando más de lo que no es suyo destruyendo paisajes, quemando bosques, contaminando ríos, mares y el aire que respiramos, agotando cada vez más sus recursos.
Nosotros los niños/as de mi edad estamos acabando nuestra etapa infantil y es el momento de pensar como solucionar estos problema para el futuro.
Los adultos han cometido y siguen cometiendo muchos errores como muchos países que tienen mucha prisa por viajar al espacio, y yo me pregunto: ¿Para qué, para destruir el espacio como la Tierra, llenándolo de chatarra espacial que nunca ha estado ahí?
La Tierra se puede salvar si se pone interés, como lo demuestra que unas escombreras se terminaran convirtiendo en un parque. Eso ha pasado en Valdebebas. Unos terrenos donde la gente incivilizada los utilizaba para tirar basura y escombros y que se ha terminado convirtiendo en un gran y hermoso parque que para orgullo de todos representa a una serie de montañas con bosques de árboles, ríos y lagos. Un parque con forma de hoja que demuestra que si se pone interés e imaginación se puede conseguir.
Yo propongo menos estudiar el espacio y más estudiar como salvar la Tierra. Yo he viajado mucho con mis padres y conozco muchos sitios no solo ciudades, también ríos, montañas y playas, sitios que me gustaría poder enseñar también a mis hijos, como mis padres me los enseñaron a mí.
¡Ojala que pueda!